Crecí a la vera de una calle bautizada Don Bosco, frente a ese edificio de aire solemne donde se horneaban las noticias. El Orden, allí despuntaba el vicio de la palabra escrita don León, a quien conocí como lo puede hacer un niño, en los espacios que deja el juego, esas pausas donde admirar las inflexiones de su voz y el paso señorial. Alguna vez entré a ese templo para capturar las pilas de papel que desechaba la guillotina y así garabatear las historias más antojadizas, páginas en blanco donde imaginar centurias avanzando sobre las roquerias que emergían en el patio de casa, arrojando piedras sobre el torreón donde me atrincheraba. El lenguaje para atravesar las fronteras de la realidad. Respiré esa atmósfera entintada bajo la atenta mirada de Epfraín, linotipista, tipógrafo, todo junto y algo mas, siempre alerta para que alguna travesura no se traduzca en el gran dislate. Dos personajes, dos historias incrustadas en el devenir continuo de un periódico, con sus claroscuros, sus opacidades, sus interregnos fallidos y esta actualidad de faro en el mundo, que alimenta la pluma de Mario.
Archivo del tiempo que transcurre y ya es pasado, de cartas oxidadas y fotografías sepias. Viajeros que van y vienen. Testigo de amores consagrados. Vocero de alumbramientos, mentor de parrafadas laudatorias y recordatorios necrológicos. La salud custodiada. Y la sordera como un chiste que se diluye ante ese andar silencioso que demuele. Celador implacable de la memoria. Quien quiera oír que oiga. Se puede estar a favor o en contra, hay un juego de ecos, donde se cruzan miles de voces desnudando en su intercepción, la cara del iceberg que no se deja ver. Noventa jóvenes años que se celebran como el comienzo de una larga vida, vayan mil gracias a la generosidad, al franquearme el paso por esas calles de tinta fresca.
Oscar Armando Bidabehere, 4 de agosto de 2010
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