EL ORDEN DIGITAL

domingo, 18 de agosto de 2013

Relato de Oscar Bidabehere conmemorando los 85 años del Club Ferrocarriles del Estado

ERA UN NIÑO

El mar azul, rumoroso, agitado, avivando los espíritus y la nieve que cubre con su blanco virginal las imperfecciones del terreno, azul y blanco, colores que inspiran a soñar. Los de la patria. Un puñado de quijotescos ferroviarios, enjambre de idiomas, inmigrantes entreverados con criollos, emprende la aventura de fundar un club recogiendo esas tonalidades emblemáticas para estamparlas en su camiseta a rayas. Y desde ese día una numerosa tribu pueblerina asumió eso como un emblema deportivo que recorre la historia deportiva de Puerto Deseado. Y el Ferro arrancaría nuestros suspiros, alegrías, y hasta llantos cuando la derrota ensombrecía la tarde dominguera.  Era  un niño, ya no recuerdo ni cómo ni cuándo que tomé esos colores como mi bandera y corriendo tras la  de cuero, la número cinco engrasada pacientemente en la cocina de casa, imaginé una tarde calzándome la número dos, ser el full back del club de mis  amores. No estaba en mi destino jugar con esa camiseta a pesar de que me fui a probar en las convocatorias que se hacían para cebollitas. Pero a aprendí a esgrimir la pluma y como dice el dicho, a arrojar el balón como con la mano.
En tiempos  de mi padre presente, todos los domingos por la mañana el mismo ritual.  Misa de diez y luego esa pendiente camino a la costa donde emerge la monumentalidad de la Estación Ferroviaria. El bar en una esquina, como ahora, la Cueva, y un rumor que se repite, de hombres en torno a una mesa circular haciendo correr los naipes y redoblando la apuesta. Gritos e interjecciones y un sesgo de aprensión ante lo desconocido. Un hombre bajo, peinado hacia atrás, a la gomina, que gesticula amenazante sin llegar al hecho, un juego de macho cabrío para intimidar a los desprevenidos, Jovino García, y otro mayor que lo desafía  en el otro extremo, arisco en tierra de cuchilleros que bajan de las estancias, Jesús Cora. Tiempo después Osvaldo Bayer inmortalizaría su nombre en la primera huelga ferroviaria que marchó por las calles de Puerto Deseado. Allí también se cocinaban otras cosas, desde la usina donde un pequeño cónclave, un director técnico colectivo, armaba el equipo, una ceremonia para pocos, los que saben: Pelucho, el flaco Sendes, y hasta metiendo la cuchara el enfermero Ruiz, un pintoresco personaje que en épocas posteriores, oficiando de técnico tenia la picardía de convocar a diez jugadores, y ya en el vestuario ante la ausencia del jugador número once, esgrimía la frase contundente: bueno si no queda otra juego yo. Y se salía con la suya. Con el tiempo llegó la época de los pronósticos deportivos, conocidos como “la polla” un costumbre muy arraigada en Hispanoamérica y el club hizo la suya. Para esa tarea me convocó Poloni, y todos los sábados hacíamos el cierre de las boletas volcándolas en una planilla, hasta que un domingo, ya entrada la noche, golpean en mi casa, para anunciarme que había ganado la polla junto con otro participante, un acontecimiento minúsculo pero conmocionante para mi ingenuidad dado la escuálida suma que me reportó. Cuentan que Evaristo Rodríguez regenteaba un negocio de verdulería y era un conspicuo vendedor de la tan mentada polla que pendía de un colgante para los clientes, la cuestión es que también vendía pollos entre otras cosas. Cierto día al cierre del juego una señora, extranjera, entra solicitando una polla, a lo que Evaristo lamentándose le dijo que pollos ya no tenía. La señora insiste para sacarlo del error, ella lo que quería era la polla deportiva, entre risas de los presentes, el afable Evaristo, un suerte de Nat King Cole del pago chico, fina estampa y manos curtidas por el trabajo, salió del paso.

En ese clima de feriado circulaban los comentarios sobre el partido que se libraría por la tarde en la  cancha de futbol del club de mis amores. La pieza del fondo en la Cueva. Silencio sepulcral esperando la primicia, se realizaba el conciliábulo para  formar la escuadra que enfrentaría el desafío con el San Lorenzo, el equipo de la calle Don Bosco donde lucia un back central portentoso, la torre,  como se estilaba, Cacho Gómez. El Ferrotenía lo suyo: Jara, Vila, Baulde, Carlitos Sanfelice, Pelucho  Bueno, Poloni Salemme, un arquero plástico en épocas que emular a Yashin  o a  Amadeo Carrizo era la consigna. El futbol grande, el de Rojitas y Onega, el de Bernao y Prospitti que tenían su lugar en el templo rojo de Pelucho, su peluque
ría, el petiso Mura irascible e inspirado, eran quimeras para los niños del lugar. Por esos días una noticia me impactó, en los baldíos asomaba un esmirriado jugador llamado a las grandes hazañas, todos en el club decían que había nacido una estrella: Chubi  Ampuy, un virtuoso con la pelota  que al rozarse con los mayores lo fracturaron y con ello se abortó un porvenir que  parecía  sin techo. La ciencia no había alcanzado los progresos que en la modernidad permitieran que un múltiple fracturado como Palermo resurja triunfante una y otra vez. Cosas del destino.

Junto a la cueva estaba la cancha de basquetbol y las instalaciones donde habitualmente se hacian kermeses. El perímetro era fatigado asiduamente por muchos niños, entre ellos sobresalía uno de un virtuosismo ponderable, asiduo encestador y a quien miraba a ver si descubría el secreto de su rara habilidad: Jaime Yunyent. Era el hijo del jefe de Estación y seguramente largas horas de tirar al cesto le daban un hándicap estimable ante nosotros, esporádicos concurrentes. El deporte de los cestos debíamos hacerlo al aire libre, los estadios con tableros de vidrio estaban lejos de ser alcanzados, entonces la del Ferro encerrada por cortinas de tamariscos, que detenían el viento sur era el lugar soñado.

Pequeñas historias de vida que jalonan el devenir del club, como aquella anécdota que patentiza  el «querer es poder», y no hay nada que lo impida. Enero del ’69... ese campeonato inmarcesible que luce en las vitrinas. Otros tiempos, y Carlitos, mi hermano, el Súper, y Arturo Rodríguez, el hijo de Evaristo, un habilidoso de esos que no se repiten y como decíamos en el barrio era bueno hasta jugando a la bolita. La dupla gestada en tantas tardes en el patio de casa, hermanados en la amistad que da esa contigüidad vecinal, van a tener su tarde memorable y el viaje es toda una aventura. Camión desvencijado, caja cerrada y como techo una lona verde, como la esperanza que los moviliza, van amontonados, sobre improvisados colchones, espalda con espalda. El destino es Caleta Olivia, camino de  tierra y cantos rodados, el polvo los penetra bañándolos, vísperas de la hazaña, cantan jubilosos “Guitarra de medianoche”, una elegía para soldar voluntades, aprendida machaconamente en las clases de música de la escuela primaria:
Andaré en la huella,
siguiendo una estrella
que aunque este muy alta
yo se que un día
la he de alcanzar
que aunque este muy alta
yo se que un día
la he de alcanzar.



Oscar Armando Bidabehere

No hay comentarios: