En el año 1987 me mudé
a Puerto Deseado. Era una joven maestra de 21 años con muchos sueños, poca
experiencia y escasos conocimientos de la vida. Sin embargo, a esa edad los
sueños pueden más que las realidades. Las hermanas de María Auxiliadora me
habían ofrecido dos puestos docentes y además vivir en el colegio en una
habitación que acondicionaron para mí.
Pero, como decía al
principio, los sueños pueden más que las realidades. Y mi sueño de ser “maestra
en el sur” no contó con una realidad: extrañaba muchísimo, sobre todo a mi
familia.
Apenas llegué me sumé
a la comunidad parroquial. Fue ahí donde conocí a Dorita López. Ella ya me
había “descubierto” antes -como me dijo después en una charla- cuando en un té
de exalumnas en el colegio de las hermanas me encontró solitaria y pensó “esta
chica debe extrañar mucho”. Pero Dorita no solo pensaba también actuaba. Porque
eso de “amar al prójimo” para ella no era una frase sino una manera de vivir.
Sin imponerlo, con una amabilidad que solo tienen las personas que aman una
tarde me propuso. “¿No querés tomar el té en casa?”. Acepté sin saber con lo
que me encontraría. Porque Dori me recibió con el té y el café preparados y el
dulce que me gustaba, tostadas tibias y un budín increíble y galletitas y…. Y
sobre todo me recibió como solo una mamá puede recibir a una hija que extraña.
Me preguntó cómo andaba, charló, me escuchó y yo sentí que algo muy tibiecito
se instalaba en mi corazón y crecía cada vez más: la admiración y el cariño por
esa mujer. A esa merienda la siguieron otras y siempre eran igual de “mágicas”. Recuerdo
que entre risas le decía a Dori que estaba segura que si el mismo Jesús se
presentaba a merendar era imposible que ella pudiera tratarlo mejor de lo que
me trataba a mí. Porque eso era vivir el Evangelio para ella, invitar a una
maestra que recién conocía a tomar el té y tratarla como al mismo Hijo de Dios
en quien creía y acerca de quién daba catequesis.
Recuerdo una
“travesura”. Como la mayoría de los
jóvenes yo también deseaba salir a bailar, pero lógicamente al vivir en el
colegio no tenía las llaves para regresar tarde y a las religiosas de esa época tampoco les
parecía bien otorgarme ese permiso. Así que Dori todos los sábados a la tarde
pasaba por el colegio y les decía a las hermanas que me invitaba el fin de
semana a su casa a “preparar la catequesis familiar”. Lo hacíamos pero yo me
quedaba a dormir y bué… los sábados sabía que la puerta de la cocina permanecía
abierta para que pudiera volver del Jackaroe sin dar explicaciones de horarios.
Siempre admiré de
Dorita esa mezcla de “glamour” con sentido común. Nunca la vi mal peinada o vestida.
Sin embargo, podía insultar sin perder
un ápice de su estilo a aquellos que prefieren servirse de la Iglesia que
servirla, los que lastimaban a los suyos o a Deseado. Alguna vez me enojé con
ciertos comentarios maliciosos o envidiosos que la criticaban. “Demasiado
careta para Deseado”, acusaban los discípulos no reconocidos de Torquemada.
Pero creo que era exactamente lo contrario. Dorita era auténtica. Era la misma
que con su peinado impecable abría su casa para organizar o realizar todos los
encuentros de catequesis y se quedaba ordenando el desorden que eso generaba.
La que participaba de todas las actividades de la comunidad y ponía el auto
para llevar cacerolas y carpas a los campamentos. La que llamaba a la mamá que
quería dejar la catequesis familiar y la convencía de que siguiera. La que daba
catequesis porque creía y amaba a Dios y no porque estaba aburrida o era una
actividad de moda… Dorita era la que leía el Evangelio pero sobre todo lo
practicaba.
Pasó el tiempo y me
volví a Buenos Aires. Un día me dijeron que Dorita estaba enferma. Por esos
misterios de Dios (o maldiciones de la vida) el diagnóstico era el de una enfermedad
que degrada poco a poco a la persona. Pensé cómo tomaría Dori esta noticia,
justo ella siempre tan impecable. Fui a su encuentro pensando qué decir cuando
no hay nada qué decir o cuando todo lo que uno pueda decir resulta desubicado o
inútil. Llegué a su casa y ahí estaba Dori con su sonrisa y la merienda
preparada. Ahí estaba Dori, hablando de su enfermedad y asegurando: “si quiere
ganarme lo hará pero antes le voy a dar pelea” Y vaya si la dio!!! Recuerdo que
me contó de los diagnósticos y tratamientos. Pero también me dijo que en medio
de su quimio había ido a ver a una vecina de Deseado internada en Buenos Aires
por problemas de adicción y que iba a ir a visitar a otra persona que andaba
medio deprimida y volvió a hablarme con orgullo de sus hijos y de sus nietos y
me preguntó por mi vida. Recuerdo que me dieron unas ganas terribles de
abrazarla y que no lo hice porque una muchas veces se “tontifica”. Porque ahí
estaba Dori con un diagnóstico que destrozaba su futuro pero ella seguía fiel a
mejorar el presente de los que la rodeaban… Recuerdo que me dijo que no entendía
muy bien lo que quería Dios con esta “prueba” que le mandaba, pero en ningún
momento se quebró su fe. Eso sí, insultó a la enfermedad con el glamour que la
caracterizaba…
Esa tarde me fui
pensando que hay muchas personas que leen el Evangelio, otras que lo creen pero
muy pocas que son capaces de vivirlo. Dorita pertenecía a esa minoría… Muchos
esperaban un milagro que la curara, ahora pienso que el milagro era ella: una
persona que vivía el Evangelio.
Un día Dios decidió
que ya era demasiado y decidió llamarla. Una de sus hijas me contó que murió
como vivió. No enojada o enloqueciendo a los que la rodeaban. Se despidió de
todos, pidió perdón y hasta se encargó de remarcarle a su nieta que cumplía 15
años que festejara, que aunque ella no estuviera igual iba a estar…
Supongo que el día que
se encontró con Dios también estaría José Koltum con el mate preparado y un
salmo esperándola para darle la bienvenida. Me imagino que en ese momento ambos
la acompañaron hasta un lugar donde estaba servida una merienda increíble y
maravillosa. En ese momento el Koltun le habrá guiñado un ojo y el Tata Dios le
habrá dicho. “Viste Dori todo lo que hiciste en la Tierra por uno de los
pequeños por Mi lo hiciste. Bienvenida y gracias por tu coherencia”.
Gracias Dori por tu vida,
la pucha que se te extraña…
Susana Ceballos
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