AMOR SIN BARRERAS
Castillos en el aire, de eso se trata. Aun era un niño y gozaba de esa impunidad que no reconoce obstáculos, la de ponerle alas a la ilusión. Todas las tardes nos trenzábamos en sendos picados con mis hermanos y amigos en la canchita a la vera de casa, dándole cuerpo y fibra a las figuritas que juntábamos, recitando de memoria los equipos del torneo de la AFA, ese mundo inasible de grandes estadios. Los martes, la profusa y colorida fotografía en las páginas de El Grafico, completaba el cúmulo de emociones vividas ,un par de días antes, escuchando los versados relatos de Fioravanti y su comentarista Damián Besio. Pasión inexplicable. Crease o no, miles de hombres, traje, corbata y sombrero Panamá engalanan esa misa pagana con un fanatismo que haría empalidecer a cualquier rito religioso. La ceremonia nos hallaba estaqueados en una silla, pegaditos a la portátil. Todo lo demás era imaginar y alcanzar el éxtasis cuando se producía el orgasmo del gooool… Muchas veces me vi entrando a ese templo con la banda roja cruzándome el pecho y la numero dos en la espalda, la de Ramos Delgado, pero me despertaba justo cuando estiraba la pierna salvando el gol en la raya. De vez en cuando, la pantalla de cine, vía Sucesos Argentinos, traía en blanco y negro, fugaces pasajes de partidos memorables, que el charro Moreno, que la boina de Severino Varela y más acá que Carrizo, Artime y Valentín, la eterna pulseada entre millonarios y xeneises por quienes suspiraba mi madre, renovando inagotables porfías y una catarata de cargadas que hacían gozar a unos y enojar a otros. Los derrotados, ese lunes, eran inhallables o expresaban su desdén por todo lo que tenga olor a fútbol. Y sobre llovido mojado, había que pagar la apuesta que asumía forma de caja de bombones, asado con los muchachos de la oficina, ó docena de facturas. Como hoy, eso no cambia.
Cuna de los recuerdos. En ese clima el balompié chacarero era lo único conocido, lo palpable, donde intuir como sería el del verde césped, grandes multitudes y espigados reflectores. El almuerzo como todos los domingos había sido en casa de Chocho Carilli, obrero ferroviario y peronista, hincha de Boca y del Ferro, marcas de identidad comunes a muchos de los trabajadores del riel. Pastas en la mesa urdidas artesanalmente por su compañera Elba, mezcla rara de la cocina italiana y el salero español. Ese día el partido era a las dos de la tarde y con lo canelones apenas digeridos desandé raudamente las cuadras que me separaban de la cancha del Ferro. La manzana de las luces. Desde el hotel Cervantes se veía el campo de juego y los automóviles apostados detrás del arco ubicado de espaldas a la calle Estrada, formaban un abanico como en línea de largada. Percanta que me amuraste dice la milonga triste. Arrinconada contra las vías, la cancha estaba a merced del viento sur que soplaba sibilino, sin darse tregua, tallando los rostros de los futbolistas. Delimitada por unas estribaciones rocosas que acompañaban la bajada por la calle Brown, al pie, donde comenzaba la porción llana, una baranda de quebracho, del mismo temple que los durmientes ferroviarios, donde se acodaban los fanáticos, tenía a la mitad un mástil donde izar la enseña nacional. Enfrente, al borde de la raya de cal, como apilados en un angosto pasillo, casi en un rincón, un grupo de fieles y estoicos hinchas con inspiración cabalística, ocupaban esas gradas imaginarias, siempre, cada vez que había partido. Eran los locales y muchos se distinguían por el pesado blazer azul provisto por la empresa ferroviaria. Mezclados con ellos, en un banco sin banco, los suplentes moviéndose, calentando, para que el frío no los congele y le juegue una mala pasada a sus músculos. La cota la ponía el foso al pie del terraplén sobre cuyo lomo transcurría el tendido ferroviario hacia el puerto. La gramilla era una ilusión óptica, verde que te quiero verde diría el gran Federico García Lorca. Solo el terreno alisado y una arenisca con filiación de canto rodado dejando escoriaciones en las rodillas cada vez que el rival estrolaba al atacante. Juego de ataque y defensa, las líneas estaban marcadas con cal, que un aficionado, regadera en mano, dibujaba pacientemente, resaltando las áreas y el perímetro, círculo central y el punto penal, neurálgicos a la hora de dirimir el enfrentamiento, una geometría blanca que no se olvida. Haga viento o lluvia se recortaba una presencia femenina que dominaba la escena con su imponencia, casi un espectro navideño, una pirámide que proyectaba su figura en el escarpado decorado que rodeaba el estadio: la baliza.
Había algunos hinchas emblemáticos, de esos que no faltan nunca y que afloran nítidos en mi memoria. Como Evaristo Rodríguez, cual morocho del Abasto lucía pulóver cuello alto y el rostro surcado por mil horas de navegación en esa retaguardia conocida, las frías y desapacibles aguas de la ría. El mismo que una madrugada se atrevió a internarse en el mar cuando zozobró el Lucho IV, cerca muy cerca de la isla asiento de la colonia de pingüinos penacho amarillo, donde con Ramón, el del muelle, llevaban los tubos de gas que alimentaban el faro. Jugando a los dados con el peligro, desafiando las olas enervadas, cada día timbeaban el retorno a casa. Una historia mínima entre muchas historias que enhebradas construyeron el club.
Siempre apoyado en la baranda, peculiar palenque, un hombre bajo, aire europeo, mirada de asombro, propia de las inteligencias privilegiadas y una sonrisa plañidera que acompaña los movimientos de los jugadores. Calando el terreno que pisa, gastando la suela de sus zapatos, patea como el mejor y gesticula queriendo contagiarles su fervor. Sus movimientos, ora defensor ora delantero, trasuntan el origen peninsular, la patria del cattenacio. Rechaza y hace el gol de campo a campo, jugador de toda la cancha, como la saeta rubia, Distefano, el mismo del Real Madrid. Su sensibilidad no se agotaba en la justa deportiva, con su vitrola viajaba a la Scala de Milán para escuchar la voz del ídolo: Enrico Caruso. Pasarían muchos años para que vuelva a encontrarme con esa música que deja ecos en el alma. Se llamaba Cayetano Carilli. Para mitigar el sabor amargo del exilio apelaba a una radio gigantesca, a válvulas, donde por onda corta, entre descargas y ruidos inteligibles escuchaba en la RAI cadencias idiomáticas que lo volvían al terruño amado. Atesoraba diarios italianos que hablaban de la bella signora, la Juventus, trasmitiéndome la idolatría por aquel jugador desmañado, de medias caídas: Enrique Omar Sivori. A bordo de un Pontiac gris, que no se porque me trae reminiscencias de la 2da guerra mundial, hacía las cuadras que lo separaban de la cancha. Hincha conspicuo, ingenioso relojero y orfebre ciclista, desparramaba su afabilidad, consintiendo “ma..sí”. Ya que es difícil querer tanto lo que nunca se paladeó, él mismo alguna vez vistió los cortos para darle a la redonda según comentan en los arrabales. Y una tarde ofició de anfitrión para fundar el club de los ferroviarios. No en balde exhibía la condición de socio numero dos. Huelgan los comentarios y sobran las razones del corazón para tanta pasión. También estaba su hermano Víctor y sus cinco sobrinos que no llegaron a ser delantera porque hubo chancletas entreveradas. Molto felice, uno entre una fauna singular que vibraba por esos colores azul y blanco, azul del mar y blanco del salitre, universo enclavado entre las rocas y las vías que estaban en la génesis de la divisa amada. Como calamares en su tinta. Todos ellos, muchos y pocos, se hacen sentir y se sacan chispas con la hinchada de su eterno rival, los de la camiseta roja, el Junior’s, verdaderas guerras napoleónicas donde los cruces verbales tenían el brillo de las facas que calzaban en su cintura los peones rurales. La sangre nunca llego al río por suerte.
El estadio guarda ecos, rugidos, botines clavándose en la tierra dura, arrastrando la grava, raspando, y ese chillido seco del empeine contra el cuero. El viento con sus aristas esmerila los cuerpos en la feroz disputa por hacerse del balón, jugar al fútbol en esas latitudes imitaba la valentía de un lance caballeresco. En la esquina, en diagonal a la isla del faro se levantaba una construcción hexagonal, sólida, de cemento, con su casquete de chapa, allí los jugadores locales se cambiaban entregándose al masajista que les aplicaba aquel ungüento mágico para prevenir los desgarros. Aceite de lino, perfume inmarcesible. En esos tiempos no había entre semana, algunos venían de la línea a jugar, eran maquinistas, guardas, foguistas o boleteros y en los últimos tiempos se entreveraron muchos soldados del regimiento, el amateurismo había sentado sus reales, no se jugaba por la paga sino por el amor a la camiseta, se transpiraba fútbol. Te ganaras la gloria con el sudor de tu frente. Alfredo Vila, Jara, Marinado, Ayuso, Poloni Salemme, cuerdas de la guitarra afinada en los potreros, en encuentros casuales, sin pantallas donde aprender, sin grandes maestros en el banco, masajes, vendajes, tobilleras, canilleras, musleras, rodilleras, verdadera batería protectora y a la cancha, que dios nos ayude, fuerza muchachos de la barra vamos a triunfar. Grant, De Ferrari, Ruiz, Gargiulo, Nastro Carilli, Baulde, Pelucho Bueno un cinco memorable, y la galería continua, un amor que no se vende, pegado a la piel. No hay escalpelo que lo pueda, antes, arráncame la vida. Y el lenguaje estaba preñado de términos que no comprendía y repetía para no sentirme ajeno a los que sabían de la cosa, asiduos contertulios en la peluquería de Pelucho. Inside, full back, trobbing, orsay y la lista sigue. Esas incrustaciones en el habla cotidiana pretendían perpetuar una paternidad mal habida, la británica. El tiempo borró aquel contrabando. El domingo comenzaba con la ansiedad a cuestas y los atardeceres se poblaban de una vibración interior única, o una desazón de la cual me costaba salir. Si ganábamos evocaba la marcha sobre el río Kwai silbando triunfadores, caso contrario la pesadumbre duraba hasta la revancha que siempre era espaciada en el tiempo, máxime que las inclemencias aventaban la posibilidad de jugar todos los domingos.
Once contra once, el estadio es un hervidero, ese mismo día se volvía a poner la casaca un refuerzo de lujo que retornaba a su viejo amor, Carlitos Sanfelice, y el andarivel por la izquierda recorrido en un sube y baja infernal teñido de centros a la olla. Camiseta numero tres, como Marzolini, el que vistió de calidad un punto olvidado de la plantilla. En el medio de la cancha un numero ocho lento pero muy habilidoso de esos que desairan en una baldosa, el negro Lucero, un marinero de Cabo Blanco, curtido en mil batallas, muchos años después, vi un jugador con esa misma forma de jugar, el uruguayo Juan Ramón Carrasco, erguido, con la pelota atada en los pies y los rivales derrapando ante ese cintura mágica con giros de bailarín de tango. Dribbling, gambeta y un caño como el túnel subfluvial. Se eleva el volumen de las radios: ¡Atento Fioravanti!, y en esa payada singular el relator que retruca: ¿Gol de quien? Sube por el andarivel derecho, el wing “caballo loco” Medina, Cayetano lo alienta, llega al ángulo y dispara un centro que se esconde en una nube con la ayuda del viento. No desaparece el peligro, se proyecta por la izquierda el flaco Alfredo Vila, émulo de Ermindo Onega, y al llegar a la esquina del corner envía centro hacia atrás, Jara la duerme en el pecho como si cayera en una almohadón de plumas, la pelota se desliza a pedir de su empeine derecho, elude a su cancerbero y saca un remate furibundo que se cuela doblándole las manos al goolkeper rival, el balón termina manso enredado en la malla. En medio del clamor sobresale una exclamación con mucho simbolismo local: ¡Tiburón Atrapado!, la voz de Nastro vence la afonía cual si proclamara la pieza mayor en la Bahía Uruguay. Puedo decir que esa tarde estaba ahí. Y el resultado no se desdibujó a pesar que corrió mucha agua, el 4 a 2 quedó grabado a fuego. Ganamos. Sí, jugadores y aficionados éramos todos uno. Hazaña consumada, el Ferro había doblegado al Boxing Club que llevaba una larga gira invicto. El poderoso de la capital, de Rio Gallegos, había cedido ante el humilde cuadro del interior provincial. Menos es más. Los enanos se rebelaron contra Gulliver diría Joaquín Sabina.-
Raros caprichos de la mente, cuando se han borrado muchas imágenes del disco rígido, esa brilla en medio de la bruma, quizás porque aprendí que no todo está perdido de antemano, que no hay predestinación y es posible vencer a la adversidad. Y llegó. Fueron apenas unos años, ya estaba lejos, los vientos del Mayo Francés habían consagrado aquello de la imaginación al poder y en nuestro país latía un estallido de masas, el Cordobazo, que movió los cimientos de una de las tantas dictaduras que nos cayeron por la cabeza. Tiempo de vacaciones, volvía a casa en la pausa de mis estudios, verano del ’69, gran final, el Ferro debe ir a Caleta Olivia en busca del cetro, la patriada parece osada, en la guarida del rival tan temido y en un barrio con resonancias intimidantes:”Mar del plata”. Partido previo, juegan la reservas que también buscan su titulo, y en el ruedo dos chiquilines haciendo regates y gambetas como en el patio de casa. Se consumen los últimos minutos y se escuchan nítidos los gritos de Arturo, “patea, patea, dale”, están en la zona caliente y Carlitos, mi hermano, la zurda mágica de tantas lides, hace una pausa que parece interminable, al fin dispara al rincón de las ánimas haciendo estéril el vuelo del arquero, GOOL y campeonato. Qué momento sublime aquel, cierro los ojos y lo veo. Luego el plato fuerte, las primeras se ven las caras, hombres de pelo en pecho, fogueados, y tarde de milagros, el cielo tomado por asalto, la Liga Norte rendida a nuestros pies. La vuelta fue gloriosa, la foto en la puerta de la Confitería del club, estamos todos rodeando a los héroes. La copa es imponente y los rostros comunican el éxtasis que viven. Alcanzamos la cima de nuestro Everest y las grullas damiselas nos saludan. Palpitar esa felicidad y que vengan arando. Un puñado de voluntades venció la lógica. No fue el azar. Solo bastaba proponérselo.
Oscar Armando Bidabehere, Abril de 2008, Olavarria, Provincia de Buenos Aires.
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