EL ORDEN DIGITAL

sábado, 19 de septiembre de 2009

Puerto Deseado/ 100 años del ferrocarril / Relato de Oscar Bidabehere

HOMBRES DE HIERRO

Apenas tengo cinco años, el enorme paquidermo negro resopla, y en su rugido nos envuelve una nube de vapor que estremece. Se agita como quien va a tomar impulso, entonces comienza a volverse sobre sus pasos al escuchar el tañido de la campana. Montado en esa cabalgadura de hierro, el maquinista baja la palanca del silbato, y un estridente rumor perfora el espacio, en tanto el humo evoluciona estirándose cual gorro frigio al viento. El foguista palea el carbón sin cesar, exhibiendo el rostro tiznado, emblema de un esfuerzo ciclópeo. La sinuosa y pesada figura comienza a subir la cuesta al compás de la fricción del hierro, crujen las ruedas deslizándose sobre los rieles en una tensión que amaga desmadrarse. Aquella imagen imperecedera de la locomotora empujando los vagones vuelve de tanto en tanto asociada a la infancia, los días luminosos con mi padre en la estación de piedra, la nave insignia del ferrocarril deseadense, que maciza e impertérrita sobrevive a todas las vejaciones cuando solo quedan los jirones de un pasado feliz. Me doy vuelta y siento los vientos de la nostalgia acariciándome suavemente, espantando arrebatos ladinos. Miro el reloj, tan inmenso a mis ojos, números romanos, las agujas son aspas de un molino quijotesco, ni un minuto más ni un minuto menos, estamos ahí. Es sábado a la tarde, pareciera que el ritual se renueva, algún pañuelo saluda caminando por el andén, ensayando la canción de los adioses. Desfilan las ventanillas, cada vez más rápido, muchos rostros anónimos y unos ojos jóvenes que se asoman para despedir con melancolía a su amor; él la mira abrazado a una columna de hierro, de esas pintadas de verde, como la esperanza, mientras, los rumbosos sonidos se van apagando lentamente.
En el principio de la historia, le cupo a mi abuelo materno abrir el surco familiar, inaugurando una saga de ferroviarios que atraviesa los destinos de hijos, yernos, nietos, y laboriosas y sacrificadas mujeres. Era muy joven, tenía veintiocho años, cuando se hizo a la mar en uno de esos oxidados vapores que zarpaban del viejo continente con una carga humana que huía de las hambrunas, huelgas y policía brava. Recorrió miles de millas para llegar a Punta Arenas, en el extremo sur chileno, donde un enjambre de idiomas musicalizaba las tabernas del puerto libre, comió pescado frito y se acunó con los sonidos familiares de alguna gaita para no dejarse sitiar por los recuerdos. Verdadera meca de la inmigración europea, pululaban los buscadores de oro y un nuevo vellocino alimentaba las ansias: la expansión ovina. Trabajó duro hasta que llegó la noticia de la construcción del Ferrocarril de Puerto Deseado. Se le abrió una hendija de luz en medio de los nubarrones: así podría traer a su mujer y pequeño hijo que hacía ya tiempo no veía. Reclamaban mano de obra, entonces alzó sus bártulos y con su compinche, Álvarez, se subió a un barco que los depositó en el caladero bautizado por Tomas Cavendish. Corría el año 1907 y en tropel se embarcaron hacia una nueva ilusión, asturianos, italianos, y los picapedreros croatas que dejaron su huella en la arquitectura patagónica, levantando paredes y labrando la roca. Pronto nuestro hombre sobresalió por su ascendiente entre el resto de los obreros, tenía un acerbo socialista que iluminaba sus juicios y animaba un espíritu solidario. Se sintió parte de la fiesta que coronó el objetivo alcanzado; no se la contaron, mamó todos sus efluvios y gozó aquel hito que vino con la primavera. Crisantemos blancos y amarillos, margaritas y claveles en los jardines, mofándose del invierno agonizante. Puerto Deseado, 20 de Septiembre de 1909, el primer pitazo y a andar. Aquí y ahora, transitamos el año cien del magno acontecimiento, justo cuando la humanidad también homenajea, en Galileo, la titularidad del Sol como centro que gobierna los movimientos de la tierra, ¡vaya casualidad!, signo de los tiempos , los hombres dejan caer las anteojeras que nublaban la visión escondiendo el horizonte. Aquel contingente proletario doblegó al desaliento, cavó zanjas, plantó postes, levantó taludes, alineó los durmientes de quebracho, ancló el trazado de rieles, tirafondos mediante, y templó el acero haciendo girar la rueda. Hubo recompensas. Otrora minero del carbón, curtido en los socavones asturianos, Lisardo Fernández, el abuelo, fue ungido como el primer jefe de estación del “Veinte”, parada inicial del ramal que culminaría en Colonia Las Heras. La prole fecundó en Tellier, “el veinte”, un lugar clave por sus aguas subterráneas que hicieron aflorar un racimo de quintas pletóricas en verduras, hortalizas y frutas y proveedor, en vagones cisternas, de agua para Deseado. A un lado u otro de las vías, en aquella pequeña casa y oficina de chapa, el bullicio se hizo dueño y señor, las voces femeninas fueron pronto mayoría; sorteando las privaciones, apelaron al ingenio armando con huesos de animales sus muñecas que muchas veces dormían la siesta sobre esa ancha trocha y jugaban rodeando como una tribu, a la vera de la laguna, al pequeño Lisardito, quien ya tenía escrito el destino ferroviario en su agenda futura.
Estallan las huelgas rurales, la Patagonia trágica del ’21 que regó con sangre obrera la agreste meseta y su achaparrada vegetación. Las cenizas aún rondan los campos de la zona desafiando al olvido. Lisardo es puesto en la encrucijada; sus principios lo arrojan a la calle, y con mujer e hijos se refugia en una pequeña hondonada próxima a la estación donde levanta el rancho de chapas, cocina a leña, una mesa maciza y sobre ella el periódico La Vanguardia, para entender. Afuera ruidosas chivas, ordeñadas día a día, leche y nata para untar el pan horneado. Un par de caballos y una quinta delimitada por cortinas de tamariscos, escalonada, con verduras, hasta llegar a un inmenso ojo de sal con pretensiones de laguna. De ferroviario a quintero, no baja los brazos, se sube al carro y marcha con su carga de verduras hasta Deseado para procurar el sustento de su familia. La reivindicación tarda en llegar, no hay calendario que mitigue sus dolores y sus broncas y en eso se le va la vida. Pero hay caminos invisibles, un entramado que tiene un centro de irradiación: el ferrocarril, y, paradojas del destino, con el tiempo su yerno asume la jefatura ferroviaria, la misma que él inaugurara; la posta queda en manos amigas. El ciempiés de fierro no se detiene, va y viene, todos los días. Tiene sed, mucha sed, y en cada parada se detiene frente al tanque de agua, erigido como un tótem sobre una base de piedra, el lugar semejaba un oasis en medio del Sahara. La ristra de vagones se menea como queriendo seducir a una corte de guardas, maquinistas, foguistas, cambistas, mecánicos, y carpinteros, que apuntala esforzadamente los movimientos del tren. En esa colorida fauna se apilan las historias más inverosímiles. Alguna vez escuché en rueda de primos, una anécdota que pinta la vida y permite entender la enjundia de los personajes. Don Mosconi, un inmigrante empujado por la guerra europea y que había dado con sus huesos en algún campo de reclusión siberiano, cambia los indecibles sufrimientos de la tundra rusa por estos parajes, inhóspitos sí, pero en libertad. Dueño de un oficio adquirido en las escuelas itálicas se enrola como ferroviario. Como era habitual va al final de la formación en un pequeño vagón que funciona como taller de carpintería; sobre el techo lleva ventanas acristaladas para recambio en las estaciones. Llega a Tellier donde esta Víctor, su amigo y compatriota; es el jefe y esposo de la hija mayor de Lisardo. Los hombres se enfrascan en sus cosas y el dueño de casa muestra ufano las conservas de tomates que pacientemente cultivó y cosechó en ese páramo, desafiando las inclemencias del tiempo y recreando los vergeles de la península que lo vio nacer. En la fascinación que produce hablar el idioma y acariciar las raíces comunes, se sustraen de lo que los rodea. Chocho, el hijo mayor, un sabandija de aquellos, se sube al techo del vagón y vaya saber qué, imagina una cama elástica saltando sobre los marcos. Pensemos el resultado, un océano de cristales rotos que se afana en ocultar. El tren parte y la travesura se descubre cuando ya es tarde, pero la cosa no termina acá. Para zozobra de su madre, los hermanos se entretienen subiendo y bajando las escaleras que llevan al fondo del pozo donde fluye el agua que sube al tanque; sin miedos que los paralice se ríen de los peligros. Y sobrevivieron, crecieron en ese clima donde ser inmigrante y ferroviario condecoraba el destino de muchos. Mandato familiar, aquel pícaro imberbe de pantalones cortos, también un día traspasaría el portón del galpón de maquinas para empuñar la llave francesa, enfundado en un mameluco azul, de los provistos, para aceitar engranajes en el reposo reparador de las bufosas locomotoras, prolongando el parentesco de una familia con el oficio carbonero. Un árbol con raíces profundas, un padre, el hijo, el yerno y el nieto, ramas elevadas al cielo, que se embarcan en el tren de las nubes. Fue Aldo Pedro Carilli, “Chocho”, el ultimo eslabón de la cadena ferroviaria, el ultimo mohicano que había asimilado la enseñanzas del abuelo, quien me contagió su amor por el oficio, la hidalguía de quien defiende lo suyo. Aprendí en esa escuela; luego, me está prohibido traicionar la memoria.
Me traslado en el túnel de tiempo, avanzo en puntas de pie, entro en la oficina del telégrafo... un hombre inclinado activa el lenguaje de los signos, golpeando rítmicamente ensaya el alfabeto Morse, el mismo que había visto en alguna película sin entender esos intervalos sonoros que requieren traducción. El mensaje viaja por el tendido zonal, garantizando la permanencia de postes y cables un personaje anónimo pero imprescindible: el guardahilos. Montado en la “zorra”, recorre la columnas erigidas a la vera de las paralelas de fierro, sabueso y conocedor de pedregales y coirones, avestruces y guanacos, compañeros de ruta en esas soledades, observa mojones que él solo reconoce, en las suaves elevaciones y hondonadas donde pastan ajenas, miles de ovejas, a un lado y otro del terraplén. Aun cuando la noche amenaza con caerle como un manto helado, se para frente a la palma, y encaramado repara la falla que permite reanudar el flujo noticioso, para que le vuelva la calma al jefe. Todos conectados. ¿Cuántas son? Inicio un recorrido imaginario, las cuento, se divisan catorce luces, catorce titilar, catorce andenes y ninguna flor. Campana y silbato. Seña y contraseña. Estación cabecera, Deseado; el hombre se arrellana frente al escritorio de roble lustrado, apoya la gorra de visera que señala su jerarquía y repasa la planilla de tráfico: Tellier, Antonio de Biedma, Jaramillo, Fitz Roy, Pico Truncado, y van…, finalmente Las Heras. La punta, el extremo donde mueren las vías, ceñidas a los estoicos durmientes. En aquel punto, arrinconado por el desierto, trabajaba en Argensud, quien sería mi padre. Trashumante, inquieto, algo hormigueaba en su interior; había recorrido miles de kilómetros desde que había abandonado la casa paterna, en el norte bonaerense. Otro caminador de latitudes, Raúl González Tuñon, tuvo unos versos aleccionadores: "...Y no se inmute amigo la vida es dura/ Con la filosofía poco se goza/ Eche veinte centavos en la ranura/ Si quiere ver la vida color de rosa". Esos brazos de hierro, mudos y despojados, dibujan la ranura por donde continuar la aventura, cambiar de aire, encontrar el rumbo, un destino que quizás lo espera al otro lado de la línea. Del almanaque caen las hojas de los días... verano del ‘48, en todo el país resuena un grito: “los ferrocarriles son nuestros”, es cuando Armando abandona esa aridez esteparia. Entorno arenoso, una de vaqueros; los yuyos, secos y amarillentos, ruedan como en el lejano oeste por la polvorienta calle que bordea la estación, sube al cochemotor, diligencia plateada, con todos su petates, presto a recalar en Deseado, la incipiente metrópoli donde predominan los rojos y los verdes como colores que pintan el paisaje urbano. Aroma a mejillones y bancos de cachiyuyos, coreografía marina, las toninas overas brincan en el agua y las ondas del río, lucen ese azul intenso, adornadas con puntillas de espuma al estirarse sobre la costa. No era un espejismo: ese aire lo cautivaría sin remedio. Al fin la meta tan soñada donde beberse la vida y quedar prendado de mi madre. Había llegado a la estación del amor.

Oscar Armando Bidabehere
Olavarria, agosto de 2009

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