TRAS LAS HUELLAS DE ANDRES
Foto 1969 en la Gruta de Lourdes. Andrés Armendáriz con su gorra tejida de lana, junto a sus compañeros de los grupos parroquiales.
Vengo.
¿Por qué vengo?
¿Porqué ahora?
Un río de inquietos caballos
Me galopa
El alma.
Cada caballo una voz.
Cada voz una muerte.
Cada muerte una congoja.
Cada congoja un rebenque.
Sobre los lomos del tiempo
El látigo incita memorias
De bellos rostros perdidos.
………………….
Debo hablar. Debo
(Lionel Rivas Fabbri, “Impromptu”)
Terminando enero, tras larga travesía, estaba al fin
en Deseado. Había pasado mucho tiempo desde aquel tórrido verano del ´68
cuando con mi mochila cargada de sueños e incertidumbre partí a la
universidad. Ávidos de descanso, recalamos en EL CINCO, la posada que me
albergó junto a mi compañera, verdadero oasis de manzanillas floridas,
calafates, liebres al acecho y una pareja de búhos magallánicos que
curiosos deambulaban en torno nuestro. Al trasponer cual arco del
triunfo, el otrora túnel ferroviario, me interné en ese lugar donde el
aire se aquieta y el silencio solo es interrumpido por el canto de
confiados pechos colorados ajenos a la hostilidad humana. El mar estaba
cerca pero el serpenteo rocoso lo ocultaba de nuestra vista. El rumoroso
aleteo del viento me acariciaba con aspereza en esos cañadones de lava
coagulada, labrados en la fundición del universo. Formas caprichosas de
ojos que me escrutan inquisidores, impávidos en su mudez, como
interpelándome, pusieron en carne viva un sentimiento que hibernaba a
cubierto de la lejanía de esas tierras. Una verdad incomoda me tomó por
asalto. Caminaba entonces por el Quitapenas, ensimismado, espantando
mis fantasmas. Cuando caía la noche tuve un encuentro no anunciado, una
respuesta a mi inquietud que terminó por decidirme. Quizás un llamado,
una señal de esas inexplicable. Para los que creen, un telegrama del mas
allá. Aquel ocasional cruce, fugaz e iluminador, me puso frente a una
ausencia incrustada en el pasado. Se trataba de la hermana mayor de
Andrés, la que nunca se fue, la que puede dar testimonio. Había otras
personas, pero aun así, con la emoción contenida, tuvimos palabras que
calaron hondo en mí, removiendo el fondo de los recuerdos.
Estábamos en el festival del marinero, en medio de una marea
humana en la cual me sentía sapo de otro pozo, y aunque las calles eran
las mismas que transité en mi niñez, la mustia y ajada fachada de la
confitería del club Ferro denunciaba el paso del tiempo. El paisaje
urbano, fruto de las migraciones, había mudado definitivamente,
sepultando un ayer del cual quedan pocos testigos. Allí estaba el cine
Español al que tantas veces acudí y que me parecía entonces un teatro
grandioso. En sus escalinatas romanas vivíamos la previa al ingreso al
colegio secundario que se levantaba a la vuelta. Todo más pequeño a mis
ojos cansados, sin el mismo brillo de antaño. Luego vino el recital de
Víctor Heredia, en madrugada fría y serena, tañían la campanas de su
Razón de Vivir y un homenaje que unió a pueblo y autoridades con aquel
juglar empeñado en que no se olvide, que se exhume ese historia
silenciada del terrorismo de estado, que se haga justicia. Me dije, hay
alguien que dejó un pedazo de su vida, justamente allí, y que no
aparecía a la hora de honrar a las víctimas. Quizás por ignorancia o
por temor, quizás por complicidad con una etapa negra, que mal que nos
pese no transcurrió lejos, y que dejó entre nosotros los deseadenses sus
jirones de dolor y muerte. Llegó el momento. Debía hablar y lo hice,
por televisión, pero no alcanza. Debía hacer algo para que el hecho no
se pierda en los pliegues de la memoria, debía rescatarlo y traerlo a
luz. Ya pasaron treinta años. Fue un día, a comienzos del otoño, esa
estación desposada por el viento empeñada en desnudar los árboles
poblando de hojas la gramilla y tapizando en su derrotero las veredas.
La noticia sacudió mis entrañas. Había caído Andrés, mi compañero de
tantas jornadas allá a en Deseado, mi pueblo querido. Andrés Maria
Armendáriz Leache, español, venido de tierras navarras, católica si las
hay, asesinado en medio de la orgía de sangre que sumió a nuestro país,
mi país, el que él eligió para vivir y donde enarboló el mensaje
evangélico como estatuto de vida. Una muerte violenta, atroz, una
juventud robada que podría haber sido la mía. Sobrevivir para contar,
deber irrenunciable. Me agito, hay calles, colores, texturas, los
mismos sonidos, una adolescencia poblada de alegrías, privaciones,
sacrificios y utopías. Hace años que abandoné la fe cristiana, mas o
menos los mismos que los que me separan de aquella noche polar. Con
sapiencia arqueológica fui juntando los fragmentos de aquella simiente
que nos encontró juntos y que él continuó hasta ese final no querido. No
se puede pensar el futuro si se desconoce el pasado. El olvido es
traición y a esa afrenta no voy a someterme. Un puñado de vivencias que
se hacen diáfanas al respirar esa atmósfera marina, mezcla de algas,
salitre y un símbolo, la ondulante presencia de las toninas siempre
prestas para salvar al naufrago. Haré volar el recado, como paloma
mensajera hasta los oídos de los más jóvenes. Veamos. Por esos tiempos
con un grupo de adolescentes ocupábamos nuestros fines de semana
navegando la ría, recorriendo las islas, lo hacíamos a bordo de una
lancha de la Prefectura, ironías del destino. A las puertas de la Bahía
Uruguay atracábamos en un islote poblado de conejos grises, sí grises,
como los días que vivía la lejana Buenos Aires. Los corríamos vanamente,
sin poderlos alcanzar, cerrándoles el paso, y mordiendo el polvo de la
derrota ante tan peregrina idea. Verano del ´66, feroz cacería para
imponer la preeminencia, despreocupada fiesta lejos de los barrotes que
clausuraban el país amordazando las ideas. La política como si fuera un
virus contagioso, según nuestros ocasionales consejeros, que amenazaba
seducirnos para llevarnos a la perdición. Entre aquellos jóvenes estaba
Andrés, ignorante que lo separaban poco más de diez años del trágico
final, todos en algún momento fuimos conejos grises. Juntos habíamos
empezado a construir un camino solidario que abrevaba en el mandamiento
del amor al prójimo, el acto de desprendimiento y entrega más noble de
la especie humana.
En medio de un panorama de casas
chatas, en madera y zinc, con su policromía de rojos, verdes y grises,
un día cualquiera nos encontramos armando un centro juvenil, en el
subsuelo de aquel petit rascacielos, levantado en bloques de cemento,
sede de la sacristía y donde se alojaban los sacerdotes y algunos laicos
que oficiaban como instructores, maestros y profesores, una verdadera
cofradía de personajes hermanados por el desarraigo y la vocación de
misionar. En los pisos superiores también había una amplia biblioteca
atiborrada de libros y una curiosa colección de animales embalsamados
por un peculiar procedimiento que tenía como inspirador al polifacético
Saracano. Allí mismo juntamos mesas de ping pong, un pequeño tablado
donde hacíamos música, algunos billares, mesas para jugar naipes, y
tableros de ajedrez, donde aprendimos a abrir nuestra mente urdiendo
estrategias de triunfo. En una pequeña oficina fundamos la Acción
católica. Andrés no se andaba con ambages, acometió la tarea
invitándome a acompañarlo junto a Lionel, quien nos llevaba algunos
años. Allí, en ese oscuro sótano, iluminado por la vitalidad de muchas
risas juveniles, comenzó nuestra corta, apenas tres o cuatro años, pero
intensa historia común. La juventud se apasionaba, amiga de los
extremos y de la entrega sin reservas, tanto amaba como sufría.
Estábamos en el Covadonga sumergidos en un encuentro juvenil,
debatiendo nuestras cosas, cuando nos llego la noticia. Un joven, uno
como nosotros, se había quitado la vida en lo alto de una roca que
miraba a la piedra Toba, mudo testigo de los hechos. A todo o nada, las
razones remitían a un amor no correspondido. Angustias que estallaban,
espíritus acorralados como el de aquel otro joven sensible punteando la
guitarra, que me inició en el rito rockero por Elvis Presley, a quien
gozábamos desde la platea del Cine Español. También una noche,
inopinadamente, eligió la roca mas alta que flanquea el puerto local
para arrojarse a la ría y terminar con su dolor contenido El suicido
joven con toda su épica y su carga de incomprensión, de los que no se
guardan nada a la hora de jugar su destino. Pequeñas historias que nos
van marcando, justo en el momento que tenemos todo por hacer, la congoja
se sienta a la mesa con la vida.-
El sermón de la
montaña nos había cautivado particularmente y allá fuimos en busca de
acólitos para la empresa militante que inaugurábamos. Por esos días
Andrés había ingresado, tras recibirse en el colegio comercial, como
asistente en un estudio jurídico, ejercitaba pulcramente el oficio de
escribiente a máquina y esa gimnasia le servía para armar los stencils
del periódico impreso en el mimeógrafo emplazado en un aula del colegio
San José, contiguo al templo, aquellas que miran a la estación de piedra
del ferrocarril. Sábado a la noche, nos entintábamos en la tarea, el
tipiaba, yo le daba a la manivela, y por fin veían la luz aquellas
páginas destinadas a los jóvenes. Referencias al evangelio y la
inspiración siempre presente del látigo expulsando a los fariseos del
templo. A fines del ´67 me aprestaba a partir a la universidad, fue
cuando emprendimos el último viaje todos juntos, a El Calafate,
acaudillados por el padre Renato. Campamento en el bosque, a la vista de
los hielos milenarios y aquellos versos, entonados con ahínco,
sabedores quizás que ya no nos juntaríamos:”huye la luz, se esconde el
sol, pero nunca ha de morir la luz de la amistad”. Hasta tuvimos tiempo
de enhebrar algunos versos con la música de Paisaje de Catamarca que
luego estampamos en las páginas del boletín parroquial. Algunos de
aquellos contertulios permanecen aun en Deseado, la mayoría se dispersó
por los caminos de patria en busca de otras perspectivas.
Recuerdo a Andrés enfundado en su traje de chupatintas, con su
cabello, claro como las mieses, en rebelde remolino y una sonrisa
pícara, heredada de su padre. Vital, amaba las montañas de su tierra, y a
aquel escalador, que subido sobre las dos ruedas de su bicicleta ponía
de rodillas a la flor y nata del ciclismo europeo: Federico Bahamontes,
su ídolo. Le brillaban los ojos hablando de ese sube y baja demoledor.
Su agudeza desarmaba al que tenia enfrente, muchas veces hasta cohibía
para no pasar el ridículo, daba la impresión de estar un segundo antes
en la percepción del entorno y de lo que se avecinaba. Saber mirar,
atravesar al otro para correr los velos que nublan el alma. Cultor
precoz de la fotografía, armó un pequeño laboratorio en los fondos de su
casa. Una tarde cualquiera nos encerramos en ese cubículo, acompañados
por una tenue luz roja, y un montón de cubetas donde mágicamente la
emulsión trabajaba poblando el papel blanco de rasgos de mujer, los fue
colgando hasta inundar el lugar con esos ojos negros, que acariciaba
como un pequeño Dalí ante su obra realizada. Donde estábamos, el amor
de pareja rara vez atravesaba las barreras del sentimiento platónico.
Eran tiempos de relaciones prematrimoniales no, relaciones
prematrimoniales sí. El deseo se enmendaba con la mortificación.
El tiempo se hizo ancho, fue en noviembre del ’75 que un
acontecimiento familiar nos reunió por ultima vez, hacia tiempo que no
nos veíamos pero conservaba la sagacidad y lucidez que le había
conocido, no exenta de una sonrisa plena y seductora, nada hacia
presumir la cercanía del final, ya Osvaldo, mi hermano, llevaba casi un
año preso, victima de los preparativos golpistas urdidos en las sombras
con ruido a cuenta regresiva. Antes se nos había hecho carne la
búsqueda de un camino que libere a los oprimidos, que borre la
injusticia de un mundo dividido entre ricos y pobres, fuimos así
abonando la idea de construir el Reino de Dios aquí y ahora. Me contó de
sus estudios en la UBA, la licenciatura en relaciones humanas, su
trabajo como delegado de la juventud trabajadora peronista, su vocación
de servicio plasmada y los brazos bien abiertos para amar sin guardarse
nada, experiencia mesiánica de la que fue despertado brutalmente. La
noche. Imposible soslayar el día fatídico, hay una coincidencia que
oficia de mojón histórico, por esas horas era ejecutado también Rodolfo
Walsh, verdadero trasgresor, a la mordaza impuesta, con su Carta a los
comandantes. Cumplíase un año de la dictadura. Pieza testimonial única,
lectura obligatoria en las aulas, de sur a norte, la verdad irrefutable
sobre el horror. Nunca más. Según la información acopiada por la
comisión española creada en el 2005 para ocuparse de los ciudadanos de
ese país detenidos-desaparecidos y asesinados, se concluye que nuestro
amigo es ejecutado sumariamente un veintiséis de marzo del ´77. Nada
más sobre el cómo y el porqué. Muchos como Andrés habían quedado
desguarnecidos, a la intemperie, abandonados a su suerte por quienes,
habiendo oficiado como conductores, huyeron a la clandestinidad. Sálvese
quien pueda y ese miedo que serrucha las certezas. Presa fácil. Con su
compañera fue chupado y llevado a las mazamorras montadas por el
terrorismo de estado, su cuerpo mutilado y su convicción sacrificial
nunca mancillada. Solo podría imputársele el pecado de amar. Es cuando
en medio de la bruma del tiempo resuena la voz de Lionel, nuestro común
amigo, poeta eximio, bajando las escaleras , recitando el romancero
gitano, rememorando su paso por el conservatorio nacional en cuyos
pasillos se cruzó muchas veces con el mismísimo Alfredo Alcon. Los
versos de Federico García Lorca descendían como una música que recorría
la nave del centro juvenil y subían hasta la azotea, envolviendo con una
calida brisa ese cubo gris. “A la cinco de la tarde. / lo demás era
muerte y sólo muerte/ a la cinco de la tarde.¡Ay que terribles cinco de
la tarde!/¡Eran las cinco en todos los relojes!/ ¡Eran las cinco en
sombra de la tarde.
Las despedidas. Las ausencias. Verbos
conjugados con lágrimas. Se dice que la fe mueve montañas, de las
montañas vino. Hay un proverbio chino que dice que hay muertes que
tienen el peso de una montaña y otras que pesan lo que una pluma. La de
Andrés seguramente estará enclavada en la cima de las montañas de su
Navarra y su espíritu anidará en las paredes de la gruta de Lourdes, la
del cañadón de las Bandurrias, la que tantas veces nos encontró en
peregrinación.
Estamos en tiempos que rememoran aquellos episodios, sería bueno que la
comunidad de Puerto Deseado, con sus autoridades a la cabeza, los que
fatigan sus calles predicando y los que no, los que aman la justicia y
los que permanecieron callados cuando había que hablar, desentierren ese
pasado que también los alcanzó con sus ramalazos de muerte y hagan la
conmemoración que merecen quienes como Andrés difundieron su mensaje de
amor trunco. Los vientos de la memoria han descubierto sus pisadas,
afloran los estigmas de Cristo, se escuchan voces, ya sus ecos
cimbreantes laten en torno nuestro, imposible eludir su presencia.
Oscar Armando Bidabehere. Marzo de 2008. Olavarria. Provincia de Buenos Aires
No hay comentarios:
Publicar un comentario