“Al contrario de lo que muchos piensan, es la humildad la
fuerza que puede dominar el mundo, pero jamás la
soberbia”
J.D,Peron, 1948
En este país -un
territorio al que Ionesco y Kafka habrían considerado la razón de ser de su
literatura del absurdo y García Márquez lo hubiera percibido como el escenario
perfecto para alimentar su realismo mágico- muchas cosas parecen destinadas a
exterminar nuestra capacidad de asombro.
En este país -en donde hemos aniquilado hasta el sentido
común y pasamos de considerar lo ordinario como extraordinario y lo normal como excepcional- la incertidumbre nos fue
lentamente convirtiendo en sus presas más apetecibles.
En este país -donde patentizamos nuestra falta de
compromiso, de solidaridad de madurez intelectual y cultural bajo patéticas
frases como “no te metás”; “de eso no se habla”; “algo habrán hecho”; “yo me ocupo de mí, los
demás que se arreglen” y “roban pero hacen” -parece que todo permanece
inmodificable en actitudes, aunque en un contexto histórico diferente.
De hecho, es tan dinámico el proceso, que se han venido
sucediendo nuevas etapas. Venimos desde “Los voy a poner de rodillas” (Kirchner
al campo, 2008), hasta el “Vamos por todo” hasta la instalación por estos días
del exasperante “La culpa la tienen los medios”, o la oposición, o las
corporaciones, o los empresarios, o los gremios, o este, aquel o el de más
allá. Nada más y nada menos que la vigencia plena del ancestral deporte
nacional de transferir a otros nuestras propias equivocaciones, errores o
irresponsabilidades.
Así estamos y así nos va. Siempre escurriendo el bulto.
Siempre condenando al otro por nuestra infelicidad.
Dentro de este panorama donde impera esta suerte de
deshonestidad de perseverar en el error y una terrible falta de humildad para
reconocer un equívoco como condición primera para enmendarlo, resultó altamente
gratificante y hasta aleccionadora la actitud de Daniel Peralta en el pasaje políticamente
más correcto y humanamente más importante de su
exposición ante la legislatura provincial. “Pedirle disculpas –dijo- al pueblo de Caleta Olivia. Honestamente.
Haciéndome cargo de la historia y del presente, pero también del futuro, que
debemos construir entre todos. Disculpas a Caleta, disculpas a los pioneros, a
los que me dijeron: «¡Basta Daniel! Hasta acá hay que llegar, el camino es
otro. El camino lo tenemos que construir entre todos…”.
Con gran habilidad, el gobernador recogió el guante de un
problema, que no le era ajeno, pero que desde un principio requería del
concurso de otras ejecutividades que por mucho tiempo estuvieron clausuradas
por una irracional mezquindad política que ahora –aparentemente- parece disiparse.
Por lo menos el gobernador planteó el convite: “…me parece que hay que buscar hilos conductores que hagan a que,
definitivamente, esas diferencias, no recaigan en el pueblo de Santa Cruz.”, y más adelante agregó: “Yo estoy
dispuesto a hacerlo, y ustedes lo van a poder ver a partir de lo que nosotros
definimos”.
En síntesis, Peralta, no trasladó culpas. Se hizo cargo
de lo que le atañía; pidió disculpas a la comunidad de Caleta Olivia; agradeció
el aporte de la iglesia y de la intervención de una diputada opositora y, una
vez más, solicitó el compromiso de los legisladores para materializar esta
solución y todas las que exija el pueblo santacruceño.
Con este proceder el primer mandatario sentó un
precedente; marcó la diferencia y -tal vez sin proponérselo- desde esta comarca
sureña envió un mensaje a los centros de poder al subrayar enfáticamente: “…creo que necesitamos en este sentido
hacer realidad esto de que en el disenso se pueden construir consensos”.
Todo un gesto de sensatez.
Jesús M. Alba
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