Se fue, cantando bajito, a tierras ignotas. Para que nadie la escuche, así no la extrañan los niños. Los que hacen de la muerte un enigma difícil de entender. El último viaje. Otoño, abril, con toda su melancolía, fue la puerta por donde fugó, en puntas de pie, cuando su pequeña figura se esfumó, como un silbido de calandria que dejó ecos en los cañadones deseadenses. Isabel Fernández. Noventa y seis años. La hermana mayor, que sobrevivió a mi madre. Nació y creció en Tellier, el “Veinte”, como todos, contemplando lánguidamente, una laguna salitrosa, donde resuenan aun sus sueños, tarareando alegres melodías, al compas de una fantasmal orquesta filarmónica, que ensaya los acordes del viento sur. Allí están, en la convocatoria del pasado, el caballo de su hermano, Pangaré, pastando cansinamente. Los galgos, que hasta hace pocos días, creía reconocer, cuando su mirada se perdía viendo correr a los perros por la rambla marplatense. Con la mente, ya hacía un tiempo, había vuelto al Veinte. Porque hay un retorno a la infancia cuando envejecemos, y esos años cobran una nitidez insondable, como una vuelta programada al regazo de mamá. Allí pronto reposaran sus cenizas, para fertilizar el entorno añorado.-
Mi abuela era la comadrona de las chacras circundantes, a quien apelaban las parturientas de ese pequeño poblado, lejos y cerca, de Puerto Deseado, caminos de ripio, y cantos rodados en las banquinas. Los carros, sulkys, haciendo el viaje con la verdura fresca para retornar con las compras y las golosinas que acostumbraba traer el tío Francisco, para la prole de sobrinos. La pequeña y avispada Isabel, era en muchos casos, quien oficiaba de asistente de su madre, o quien quedaba al cuidado de sus hermanas más pequeñas.
Unas lágrimas corren por esas áridas tierras, erosionadas, algunos tamariscos, huesos de animales esparcidos y una gran soledad que pronto la recibirá gozosa, por los viejos tiempos de balidos de ovejas, perros buscando afecto, y chivas retozando. En las orillas, flotan los recuerdos, de aquel papá, Lisardo, ungido ídolo, hombre parco, de los que predican con el ejemplo, y mamá Isabel que la eligió como compinche, y el reencuentro esperado, con José Fueyo, su compañero de toda la vida, de quien había enviudado, ya hace muchos años.
Isabel, quedamos huérfanos de tu alegría permanente, tus gestos componedores, esas charlas, en tu cálida casita marplatense, donde me hablabas de la crisis del ’30. En un país hambriento, Uds., jocosos párvulos, comían todos los días y vivían ajenos, en vuestro maravilloso mundo infantil. Gracias por acompañarnos este largo tiempo. Quiero soñar un poco, e imaginarte que desde alguna estrella seguirás iluminando nuestros pasos.
Oscar Armando Bidabehere
Olavarria, 17 de abril de 2013.
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